Con corte al 15 de octubre, según estadísticas del Ministerio de Defensa, habían sido asesinados 47 integrantes de la Policía Nacional y habían caído en campos sembrados de minas explosivas y en atentados 31 soldados.
Ellos y ellas (se registran dos jóvenes patrulleras entre las víctimas) ofrecieron sus vidas en su misión de cortar el espiral de la violencia que viene siendo exacerbada por las acciones de grupos residuales, disidencias de las antiguas Farc, el Clan del Golfo y delincuentes comunes que actúan con propósitos diferentes, pero igualmente perversos. Unos pretenden reasumir el control territorial en zonas que tradicionalmente representaron el meridiano del conflicto armado, otros seguir lucrándose con rentas ilegales y otros más apoderarse de patrimonios ciudadanos alcanzados con esfuerzo y laboriosidad.
La institucionalidad ha venido respondiendo con vigor. Los cuadros de los grupos extremistas, que no reparan en métodos infames como el reclutamiento de niños, han venido siendo desarticulados. La judicialización de sus crímenes ha crecido en más del 37 % en relación con años anteriores y las autoridades responsables de la misión de la preservación del orden público, en todos los niveles de gobierno, articulan y aplican estrategias para evitar que la cultura del miedo, que los violentos pretenden imponer, encuentre mayor arraigo en el país.
El desafío que debemos enfrentar como sociedad es de gran tamaño en los distintos ámbitos afectados por la violencia. Centros de pensamiento, como Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) nos muestran un mapa territorial 22 estructuras narcoparamilitares y grupos delincuenciales con 5.360 integrantes; 34 estructuras disidentes de las Farc, con 5.200 hombres y mujeres en armas; y 2.450 guerrilleros del ELN.
Si revisamos la más reciente Encuesta de Convivencia y Seguridad Ciudadana, presentada por el Dane, la tasa de percepción de inseguridad en ciudades y municipios fue 39,0 % que descendió 4,7 puntos porcentuales en relación con años anteriores, debe seguir siendo motivo de reflexión y referente de acción colectiva.
No podemos dejar exclusivamente en hombros de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional la responsabilidad de enfrentar el espectro de la violencia, que podría tener en la cultura del miedo a uno de sus mejores aliados. A los violentos y extremistas de distinta especie les conviene que la sensación de inseguridad, y con ella el miedo, crezcan, y pretenden alimentarlas con acciones recientes como el atentado terrorista contra la caravana del gobernador del Meta, Juan Guillermo Zuluaga, o el confinamiento cruento que quieren imponerles a las comunidades de las regiones del Catatumbo donde el gobernador de Norte de Santander, Silvano Serrano, lidera las políticas públicas contra la inseguridad.
Toda la sociedad está llamada a reaccionar. Sin menoscabo alguno de las normas que le dan sustancia al Estado Social de Derecho, la comunidad debe ser solidaria con los esfuerzos desplegados por el Gobierno Nacional y representantes de todos los poderes públicos para concertar soluciones pacíficas, efectivas y perdurables a una situación que afecta por igual a todos los colombianos.
En este contexto será de interés nacional la Cumbre sobre la Seguridad Ciudadana, Justicia y Convivencia que se realizará los próximos 21 y 22 de octubre en Montería. Allí la Federación Nacional de Departamentos y Asociación de Ciudades Capitales, junto con el Gobierno Nacional, plantearán debates incómodos, pero más que necesarios en esta coyuntura, en la que todos debemos trabajar. No solo habrá una reflexión ponderada y profunda sobre lo que podríamos llamar el “estado del arte” del problema, sino que serán proyectadas nuevas estrategias que tendrán en la ciudadanía a un protagonista de primer orden.
Paz con legalidad, posconflicto en concordancia con el orden jurídico y seguridad ciudadana, como garantía de estabilidad, serán mucho más que simples consignas.