Quizá ninguna Constitución Política en América Latina consagre una carta de derechos fundamentales tan rica y de tan hondo calado democrático como la colombiana. Su artículo 37 contempla, entre ellos, el derecho a la protesta y dispone clara e inequívocamente la obligación de protegerlo.
No se trata de un derecho ajeno en absoluto a la convivencia social pacífica y está íntimamente ligado con otras garantías sustanciales: la libertad de expresión, la libertad de asociación, la libertad de locomoción y el derecho a la participación.
Su valor no abstracto, como no lo son tampoco sus límites. Sus alcances y el respeto que nuestra sociedad observa frente a ellos, se materializa, se ve reflejado y está puesto a prueba en eventos tan complejos como la actual protesta ciudadana que se ha visto afectada por las vías de hecho de la violencia, el vandalismo y por eventuales desbordamientos en el uso de la fuerza.
El mismo ordenamiento jurídico colombiano, que le da esencia a esas libertades, establece también que no existen derechos absolutos. Salvo el derecho a la vida, que es un bien supremo, ningún otro podrá ser ejercido de manera tan ilimitada que implique generar perjuicios a las demás personas o afectar o dañar los bienes comunes.
Es justo allí, en la línea que demarca los límites entre los derechos y los deberes, donde una protesta debe ser moderada para que no se convierta en desquiciamiento en el ámbito de los derechos fundamentales. Por eso ha llegado la hora de sustituir las vías de hecho por un diálogo social constructivo, que permita hallar los cauces para la solución de los problemas que enfrentamos como comunidad y que ahora se ven enervados por la crisis en la salud pública que nos afecta hace más de un año.
Los gobiernos departamentales han hecho causa común alrededor de un llamado hecho por el presidente de la república para generar espacios de diálogo y concertación con aquellos sectores políticos, asociaciones y organizaciones que han promovido las protestas convocadas, inicialmente, con una intención democrática, pero que se han visto desvirtuadas por fuerzas siniestras que pretenden convertir un pronunciamiento ciudadano en caldo de cultivo de la anarquía.
En este contexto el bloqueo de vías neurálgicas, las agresiones contra las instalaciones de servicios fundamentales y los ataques contra los agentes del orden son expresiones ajenas a la protesta.
Con el mismo ahínco como importantes sectores de la sociedad civil defienden el derecho a protesta, todos debemos abogar por el derecho a la vida, a la seguridad alimentaria de todos los colombianos y privilegiar la solución alternativa de los conflictos.
La protesta debe conducir a salidas pacíficas: el diálogo, la concertación, la construcción colectiva. Tenemos unas instituciones sólidas y una sociedad consciente de sus derechos y obligaciones para lograrlo. Es hora de cerrarles el paso a las expresiones violentas que generan desconcierto en la comunidad internacional y afectan los avances conseguidos en el ámbito de la convivencia pacífica.
Con el mismo espíritu conciliador con el que el Gobierno retiró del Congreso su proyecto de ajuste fiscal para abrirlo a un proceso de construcción colectiva, debemos trabajar unidos para fortalecer y extender los efectos de los programas sociales que les han permitido a miles de familias colombianas sobrellevar la crisis derivada de la pandemia.
Es preciso entender que, en ese propósito, el sector productivo, el sector transportador y todos los que garantizan la seguridad alimentaria no pueden convertirse en flanco de ataques que solo contribuirán a empeorar la situación que empujó a las calles a quienes, de buena fe, han creído en las virtudes de una protesta social en democracia.