Esta Semana Santa, la primera que vivimos en normalidad al cabo de una prolongada crisis mundial en los sistemas de salud pública, nos ofrece un espacio para reencontrarnos como sociedad y para vivir, con fe y esperanza, los principios de la solidaridad, la convivencia constructiva y la reconciliación allí donde aún persisten la violencia y la vulneración al derecho a la vida.
Se trata de una pausa para hacer un examen de conciencia, individual y colectivo, que nos ha de servir también para honrar nuestra fe con obras y para actuar con mayor decisión en beneficio de los más vulnerables, de aquellos que aún no encuentran una mano amiga y que buscan mejores oportunidades para sí y para los suyos.
Aferrados a esos principios, debemos sumarnos al clamor de quienes, como el Papa Francisco, piden que no permitamos que la guerra diga la última palabra. Se trata de una invitación sentida e ineludible.
A menudo nos fijamos más en las consecuencias de los problemas que, como los conflictos políticos y las crisis humanitarias, encuentran en la globalización un vector de transmisión de riesgos de desabastecimiento, sobresaltos en los mercados, inflación, desempleo e inseguridad alimentaria. Es indudable que nos hace falta pensar más en las causas y en su prevención.
En el caso colombiano, la fe debe dar paso a una visión humanista que nos permita seguir trabajando en el fortalecimiento de unas instituciones con mayor rostro social. No podemos mirar de soslayo los significativos e importantes avances obtenidos. Tampoco podemos perder de vista que la preservación de los valores democráticos -amenazados por el resurgimiento de visiones totalitarias- se sostienen sobre un pilar fundamental: la vocación social del Estado.
Las elecciones que acaban de pasar y las que se avecinan deben ser miradas no desde la óptica tradicional de una empresa proselitista, sino como una oportunidad para emprender las reformas que permitan avanzar en lo social y distribuir más equitativamente los recursos de la inversión productiva, sin socavar ni poner en riesgo la estabilidad institucional que ha caracterizado a nuestro país.
Los nuevos congresistas trabajan por estos días en la preparación de sus agendas legislativas y saben bien que sobre sus hombros reposa la enorme responsabilidad de impulsar una nueva era de la reducción de las brechas que aún persisten en el ámbito de la pobreza, la desigualdad y el desarrollo regional. Los aspirantes a la Presidencia de la República no pueden ser inferiores al desafío que implican los cambios, correcciones y ajustes económicos y sociales con el uso de la caja de herramientas que ofrecen la Carta Política y el ordenamiento legal, sin afectar sus cimientos ni poner en riesgo su estabilidad.
Se trata de una empresa de fe, perseverancia y sentido de humanidad. Cuando los creyentes invocamos la misericordia divina, debemos estar mejor dispuestos a la solidaridad. La fe no es un patrimonio susceptible de ser protegido con las armas del egoísmo, sino que crece y se valoriza en la medida que hagamos visibles sus efectos a través del servicio al otro.
En esa misma medida, la solidaridad social también está al alcance de los agnósticos porque no está basada a la tradición atávica de la discriminación, ni sujeta per se a principios doctrinales ni a ideologías políticas.
La solidaridad, entonces, nos obliga a todos. La fe nos ofrece la capacidad del discernimiento para proceder bajo los cánones de nuestra conciencia. Ese discernimiento alcanza también la conciencia colectiva y nos dará la claridad necesaria para defender como país aquello en lo que creemos. Los intereses nacionales no tienen arraigo únicamente en el ejercicio de la política, sino también en los valores.
Bien vale la pena dedicar estas horas de reflexión a pensar en lo que realmente queremos lograr como sociedad y construir bajo el amparo de una Constitución que nos describe, con trazos de presente y de futuro, como un Estado Social de Derecho, con el compromiso que eso implica. Se trata de un desafío que debemos asumir con fe y con sentido de solidaridad.