La reconstrucción del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, afectada hace un año por el embate del huracán Iota, ha permitido coordinar y articular al sector público, privado y demás actores sociales en torno a una de las misiones más retadoras para el país y en la que hemos podido ratificar nuestro sentido de pertenencia con este paraíso insular.
De ahí, que en buen momento, el presidente Iván Duque Márquez ha prorrogado el estado de emergencia para facilitar la culminación de las obras y paliar los efectos de la crisis de salud pública que ha trastornado forzosamente los cronogramas de su entrega.
A comienzos de mes, tuve la oportunidad de visitar el archipiélago con gobernadores y altos representantes del Gobierno nacional, para así reflexionar con ellos sobre la necesidad, perentoria e impostergable, de fortalecer las políticas públicas de gestión del riesgo, pues ni nuestro país ni ninguna comunidad en el mundo está exenta de los fenómenos fortuitos derivados del cambio climático y la crisis ambiental.
En este época invernal -y también en las temporadas de sequía- tenemos noticias sobre desastres naturales. La comunidad ha estado en vilo, por ejemplo, por las inundaciones en la región de La Mojana y por el bloqueo de importantes redes de infraestructura vial en áreas neurálgicas para nuestra economía, como la vía al Llano.
El riesgo, por supuesto, no es una condición exclusiva de Colombia. La reciente Conferencia de Glasgow mostró un importante acopio de casos que comprueban que no hay ningún lugar ajeno a sus consecuencias y su potencial impacto sin fronteras, como bien se advirtió en el Foro Ecónomico Mundial en el reporte “World Economic Forum Global Risks 2021″.
El espectro del riesgo incluye componentes económicos, medioambientales, geopolíticos, sociales y tecnológicos. Su impacto se refleja en enfermedades infecciosas (pandemias), clima extremo, crisis de recursos naturales, crisis de los medios de vida, crisis de la deuda, destrucción de la infraestructura y pérdida de vidas, entre muchos otros efectos.
Más allá de las visiones apocalípticas, las amenazas de origen natural son inevitables. Salvo por las previsiones que la tecnología y el desarrollo de sistemas de riesgo están en capacidad de hacer, como las estaciones climáticas o los centros de huracanes, existen por ejemplo, situaciones como los terremotos y las erupciones volcánicas que tienen un inquietante carácter súbito.
Lo fundamental es entonces reducir el impacto, con base en un trabajo sistemático orientado a bajar la vulnerabilidad y, al propio tiempo, reducir el riesgo.
Desde la Federación Nacional de Departamentos, como miembros del Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (GDR), hemos venido insistiendo en la importancia de que los procesos derivados de ese sistema cuenten con el atributo de la responsabilidad compartida entre los sectores público y privado y la comunidad, de acuerdo con los principios contemplados por la Ley 1523 de 2012.
Se trata de un acople de esfuerzos que incluyen la formación, el seguimiento y la evaluación de políticas, planes, estrategias, programas y proyectos, conectados a los procesos de conocimiento y reducción del riesgo y el manejo de desastres.
Su finalidad debe ser tangible: disminuir las muertes y afectación de las comunidades; las pérdidas económicas, los daños de servicios básicos y de infraestructura; y evitar los perjuicios al medioambiente.
El país dispone de una importante caja de herramientas para trabajar en esa dirección. En normas legislativas, están formuladas las líneas básicas de la gestión del riesgo y el control de contingencias, existen un Plan Nacional de Gestión de Riesgo de Desastres y un conjunto de normas sectoriales y de nivel Internacional, acordes con los objetivos de desarrollo sostenible (ODS).
Ahora, si bien es preciso concentrar buena parte de los esfuerzos de la gobernanza a nivel territorial, basada en realidades y prioridades de los habitantes. Es crucial también ampliar el espectro de la cooperación entre los sectores privado, público, las comunidades y las ONG.
Es hora de pensar y actuar desde la prevención. Atrás deben quedar los enfoques meramente reactivos. Resulta urgente abordar las amenazas desde la reducción de la vulnerabilidad y el riesgo, con políticas, procedimientos, proyectos y acciones permanentes. Hay que salir de los cubículos y micropoderes, actuando en gestión con innovación, utilizando los instrumentos técnicos, operativos y administrativos actuales y pertinentes.
La realidad nos impone actuar sin dilación frente al riesgo y, mucho más, frente a los desafíos que nos impone la naturaleza y el cambio climático. Lo vivido hace un año en el Archipiélago debe servirnos de ejemplo para que la articulación se traduzca en prevención acertada, reacción oportuna y accionar eficiente.