Aun en aquellos países cuyos ciudadanos invocan los derechos de última generación para proclamar libertades más amplias, la vacuna contra la covid-19 está dejando de ser una opción para convertirse en una obligación de carácter social.
Al tiempo que las mutaciones y nuevas cepas del virus -entre ellas la inquietante variable delta- se ciernen como amenazas nuevas, el biológico demuestra su condición de recurso vital para la defensa de la vida y la recuperación y preservación de la salud pública.
Han hecho lo correcto los órganos de control al darle a la vacuna la categoría de bien público. Aciertan los científicos al explicar con claridad sus efectos y ponderar racionalmente su capacidad preventiva. Sus mensajes orientadores nos han hecho comprender que, si bien nadie está exento del contagio, aquellos que han optado por inmunizarse tienen mucho menor riesgo de llegar a una Unidad de Cuidado Intensivo y, lo más importante, de perder la vida.
Por esas mismas razones, se equivocan quienes pretenden generar zozobra con argumentos peregrinos y razones temerarias según los cuales la vacuna no ha superado la fase experimental o es llanamente inservible. Resulta difícil creer que entre esas voces de pregoneros de la desesperanza sobresalgan las de algunos que, a partir de la confusión o la zozobra colectiva, buscan sacar rédito político.
El mejor “antídoto” contra el escepticismo -y también contra el uso politiquero del tema- está representado en los avances del Plan Nacional de Vacunación, susceptible de ser medidos objetivamente, es decir, con datos y veracidad científica. El descenso en el número de contagios y fallecimientos que experimentamos por estos días es un indicador que debe contribuir al fortalecimiento de la fe pública y a liberar del escepticismo a aquellas personas que se han contagiado de otro gran virus, recurrente en esta era de la virtualidad: la desinformación.
Así como hemos llorado la partida de seres queridos y amigos entrañables por causa de la pandemia, debemos encontrar fortaleza de ánimo en los hechos positivos, en las buenas noticias. Una de ellas es que, por primera vez, después de los tres picos que hemos enfrentado, el pasado 2 de agosto en ocho departamentos del país no se registraron decesos asociados al coronavirus.
La masificación progresiva de la vacuna se abre paso en medio de las naturales dificultades relacionadas, a veces, con la insuficiencia de los recursos. En varias regiones del país los encargados de la misión han alcanzado con creces sus metas. El gobierno nacional y las autoridades territoriales, que han remado en la misma dirección, han logrado la reactivación de nuevos sectores de la producción y de escenarios de la cultura y la recreación.
Los turnos de inmunización trascendieron, en buen momento, los de adultos mayores y las personas con comorbilidades para incluir a los jóvenes, cuya vitalidad tampoco los exime del contagio. Las misiones de vacunadores han llegado a las regiones más remotas, que también tienen un peso específico en los proyectos que buscan alcanzar resultados que nos permitan llegar a la inmunidad del rebaño.
Vale la pena replicar los ejemplos que nos dan entidades territoriales donde se han establecido turnos de vacunación en jornada continua, incluso en las zonas de diversión y ocio que congregan la mayor cantidad de público durante los fines de semana.
La vacunación es también más que una simple tendencia. Los países que ya han comenzado a administrar la tercera dosis son aquellos que ya aprendieron la lección y saben que, de la misma manera en que muta el virus, las políticas públicas de prevención deben ser capaces de adaptarse a las nuevas circunstancias.
Las vacunas, sin excepción de marca, han demostrado que no son inocuas, como todavía lo afirman los activistas de la desinformación. Su efectividad debe inyectar en todos nosotros un optimismo razonable. No hace falta apelar a medidas extremas para que nuestra gente entienda que vacunarse es un asunto de responsabilidad colectiva. Es una misión de vida.