El fuego de ese ataque cobarde fue resistido por el blindaje de la nave y la oportuna reacción de la escolta presidencial, de la misma manera como las instituciones democráticas, acorazadas por la fuerza de su legitimidad, han hecho frente a los embates de quienes, infiltrados en la protesta social; quisieron socavar las bases de nuestro Estado de derecho.
Más allá del repudio y la condena masiva que han desatado estas acciones extremistas, el país unido alrededor de sus autoridades debe ponerse en pie para acompañar a la administración de justicia, a las Fuerzas Armadas y a la institucionalidad para mantener incólume la estabilidad del país y de su economía en estos momentos complejos.
No hay duda de que acciones como el ataque contra el jefe del Estado y el atentado terrorista ocurrido contra la brigada del Ejército en Cúcuta, punta de lanza del combate contra las disidencias de las Farc, el ELN y las mafias del narcotráfico, hacen parte de un plan preconcebido con intenciones siniestras. Pero también es cierto que la nación, los gremios y la sociedad civil se han plantado con vigor contra la violencia y no permitirán que sigan proliferando las narrativas de la violencia.
Resulta dramático y paradójico a la vez, que el atentando se ha producido cuando el mandatario nacional y sus dos ministros y el gobernador regresaran de una misión en el Catatumbo profundo donde el Estado busca establecer una presencia, cada vez más vigorosa y activa, para contrarrestar con acciones sociales las causas de las violencias que buscar tomarse ese territorio estratégico para sus intereses.
Si hasta ahora los llamados a la unidad nacional no han sido suficientemente escuchados, lo ocurrido allí y los hechos luctuosos que han soportado otras regiones y las principales ciudades, asediados por vectores que ponen en vilo la convivencia pacífica, debe ser motivo -más que suficiente- para convocar un esfuerzo colectivo de largo aliento, capaz de proteger los activos de nuestra democracia.
La condena a esa violencia, que no hace distinciones de identidad cultural ni de color político, debe ser un ejercicio monolítico entre los colombianos. Una unidad que concite los esfuerzos conjuntos de la Nación y la Región. Una unidad que cohesione no solo a los poderes públicos, al sector productivo y a los jóvenes, sino que incluya los territorios indígenas y campesinos que sufren el asedio de organizaciones criminales que buscan generar miedo, desesperanza y escepticismo.
La necesidad de preservar el interés nacional por encima de los intereses sectarios no debe quedar reducida a un mensaje formal y vacío. Por el contrario, hoy cobra mayor sentido y significación.
Nuestra disyuntiva como país no debe quedar reducida a un pulso entre la violencia y la supervivencia institucional. Hay que deslegitimar, más allá de la dialéctica, del discurso efectista, cualquier expresión de violencia, incluso aquella que se camufla entre la demanda por la reivindicación de los derechos.
Las acciones extremistas conspiran contra la generación del empleo, el fortalecimiento de la salud, el crecimiento económico. Pasan por encima de los derechos fundamentales cuya vigencia y respeto exigen nuestros jóvenes y reclama toda nuestra comunidad.
El blindaje institucional y democrático es el que nos ha permitido enfrentar a los violentos sin apelar a fórmulas socorridas del pasado como la declaratoria de estados de excepción que suelen limitar, ellos sí, los derechos sustanciales de las personas. Bajo circunstancia alguna podemos permitir que los agentes de la violencia nos arrastren hacia la anarquía.