La experiencia nos ha demostrado que el voto está en la cúspide de los mecanismos que garantizan la participación democrática en Colombia y, por eso, su ejercicio libre y responsable representa una obligación ciudadana, perentoria e irrenunciable.
El ejercicio libre del voto implica que no debe ser interferido por presión o constreñimiento alguno. Su ejercicio responsable significa que debe ser producto de una decisión bien informada por parte de un elector consciente de las necesidades del país y capaz de discernir entre las propuestas responsables y las estrategias, simplemente, propagandísticas.
Para no dejarnos llevar por los sesgos, que muchas veces vienen inmersos en esas estrategias, es importante tener claros los perfiles y las ideas de los candidatos y, desde esa perspectiva, conocerlos de cuerpo entero. Tengamos en cuenta que algunas veces su pasado dice tanto o más que su presente. En todos los casos, su visión de futuro debe ser conocida por el votante y no puede permanecer oculta detrás de frases efectistas, pero vacías.
Sin una visión de futuro, no existe un programa coherente y la ausencia de ese programa tampoco puede ser suplida, por ejemplo, por mensajes de TikTok divertidos pero insulsos, maquillados y engañosos. La publicidad que promueve ideas y la propaganda que desinforma y sesga representan dos categorías opuestas y diferenciables.
Los debates, las intervenciones en plaza pública, la interactividad en las redes son escenarios en los que los aspirantes a llegar a la Casa de Nariño debieron demostrar la racionalidad y viabilidad de sus propuestas. Ahora, el elector es el único capaz de juzgar quién lo hizo y quién no. También, de calibrar, de sopesar, el grado de responsabilidad y confiabilidad de los programas que se disputan el favor popular.
Al elector de hoy ya no se le puede confundir con el fuego fatuo del escándalo artificioso, ni hacerle creer que la franqueza, como fundamento de la honestidad, es sinónimo de grosería y ramplonería. La democracia, que por imperfecta que sea, es un tesoro, exige que su custodia esté a cargo de una ciudadanía capaz de delegar su representación en aquellos que estén preparados para ejercer responsablemente el poder que se les confía.
¿Quién le ofrece al país la mejor garantía de estabilidad institucional? ¿Quién es el más capaz para generar el justo equilibrio entre el crecimiento de la economía y los derechos sociales de las comunidades? ¿Quién es el mejor intérprete de las necesidades de un país de regiones como el nuestro? ¿Quién tiene la cordura y la preparación para defender los intereses de Colombia en escenarios internacionales? Esas son algunas de las preguntas que deben inspirar nuestra decisión cuando acudamos a los puestos de votación.
La decisión bien informada por la que estamos abogando implica conocer los programas de los aspirantes a suceder al presidente Iván Duque e identificar el modelo de país que nos proponen. Odios irracionales y lealtades ciegas no deberían servir de sustento para una decisión democrática.
Aunque algunas personas le confieren el carácter de derecho, la abstención no es definitivamente la mejor alternativa porque, lejos de representar una legítima expresión de inconformidad, significa desidia y desinterés por la suerte del país.
La campaña que termina, en particular, ha sido compleja y no ha permanecido libre de zozobras. Sin embargo, el vigor de las instituciones y el grado de responsabilidad de la ciudadanía han impedido que germine la semilla de la anarquía que algunos quisieran ver florecer.
Las batallas democráticas se libran civilizadamente. Su único tinglado es el de la participación copiosa y activa en las urnas, aunque no faltan los que quieran convencernos de lo contrario; hay interesantes opciones para escoger al mejor, así sea necesaria una doble vuelta.
Hay candidatos con visión integral de la sociedad, con conceptos claros sobre lo que significa un Estado de Derecho, aunque —como en toda contienda electoral— a lo mejor no falte tampoco algún arquitecto de artificios o algún ingeniero del engaño y el oprobio. Aquel que pregona la obviedad de que hay que luchar contra la corrupción, así su fortuna se haya forjado al amparo de ella.
Todos tienen derecho al voto y el votante es el único capaz de avalarlos o de rechazarlos.